En los límites del antiguo régimen porfirista, el Estado de Sonora contaba con 391 escuelas primarias gratuitas, con una matrícula de 19 mil 101 educandos de ambos géneros y una plantilla de 771 profesores. De entre ellos, un porcentaje significativo eran mujeres, en su gran mayoría pobres, solteras y un perfil académico suficiente para enseñar a leer, escribir y contar a cerca de 9 mil niñas, que cursaban mayoritariamente su educación primaria, incluyendo “un año infantil”, que era como el nivel preescolar, cuyas plazas desde entonces desempeñaban exclusivamente las mujeres, todas pagadas mediante un esquema compartido entre las tesorerías del Gobierno, estatal y municipal.
Una década después, víspera de los gobernantes de la Revolución, la participación de las mujeres cobró una relevancia espectacular en el oficio de enseñar, haciendo del magisterio un gremio predominantemente femenino. En 1920, si bien la cobertura de escuelas y plazas de maestros no habían cambiado significativamente, sí hay evidencia estadística que indica un cambio de gran calado en la composición por género, pues no sólo más niñas fueron a la escuela y superaron con creces a sus pares varones, sino que también las plazas de maestras aumentaron exponencialmente, como aseguró el profesor Manuel Quiroz Martínez, en su intervención en el Congreso Nacional de Maestros, celebrado en la Ciudad de México, en diciembre de 1920.
En su intervención, el profesor Quiroz, quien fue nombrado representante del Gobierno revolucionario de Flavio Bórquez, por conducto del entonces titular del Despacho de Educación Pública, profesor Guillermo de la Rosa, reveló que durante el ciclo escolar 1920-1921 había 360 escuelas primarias públicas, de las que 137 eran de varones y 145 para mujeres, además de 78 de organización mixta, con una matrícula global de 35 mil 930: 19 mil 871 niñas y 16 mil 050 niños, mientras que el universo de maestros registraba una tendencia similar, dado que había 937 profesores activos, de los que una abrumadora mayoría eran mujeres, 742, para ser más preciso, contra apenas 195 hombres.
Entonces era bien visto que las mujeres tomaran en sus manos la educación básica, sólo de las niñas, sino también de los varones, especialmente de los párvulos; incluso los diputados de la última Legislatura porfirista decretaron que las escuelas primarias de organización mixta fueran servidas exclusivamente por maestras, esto para ganar confianza entre las familias y motivarlas para que mandaran a sus hijas a clases, pues no pocas rehusaban hacerlo cuando la escuela estaba a cargo de un profesor.
Si bien esa disposición normativa se antoja como una señal de halago, reconocimiento o trato preferencial para las maestras, en la práctica ellas salieron perdiendo, dado que ese destino era un verdadero calvario, pues las escuelas de organización mixta eran las más amaladas, no sólo porque estaban en el medio rural, en comunidades pobres, distantes y aisladas, con carencias de hasta lo más indispensables para la enseñanza, con los sueldos más bajos e irregulares.
En general, el sueldo de los maestros era malo, pero el de las maestras era su “talón de Aquiles”, no sólo por el escaso monto, sino porque no había piso parejo en las asignaciones, dado que se tazaba con criterios sexistas, favorables a todas luces a sus contrapartes de género. Emeterio Franco, por ejemplo, era profesor y director a la vez en la primaria de varones de Bacoachi. Tenía un ingreso de 60 pesos mensuales, mientras su colega, Carmen Jácome, quien desempeñaba ambos cargos en la escuela para niñas del mismo lugar, ganaba apenas 25 pesos al mes; o sea, mientras el maestro Franco percibía dos pesos diarios, la profesora Carmen obtenía menos de un peso diario.
Por su lado, Carlos Salazar desempeñaba la plaza de maestro en Arizpe, donde enseñaba a 50 niños, distribuidos entre los grados de primaria, con un sueldo de 50 pesos cada mes; en tanto, Manuela Nogales trabajaba en la primaria para niñas del lugar, con 17 educandas a su cargo y sueldo de 25 pesos mensuales, todos cubiertos con dinero del Gobierno Municipal y del Estatal.
Entonces, había quienes veían con buenos ojos la política salarial prevaleciente. Se creía que los hombres necesitaban mejores ingresos que las mujeres, dado que ellos eran los proveedores del hogar doméstico, responsables de la subsistencia y manutención familiar, pero pasaban por alto que no pocas maestras eran el único sostén, que no tenían más ingreso que el suyo, pues algunas eran viudas, otras madres separadas y unas más solteras, todas ellas cabezas de familia.
A pesar de las inequidades salariales, fundamentadas en estereotipos y prejuicios de género, hay evidencias y testimonios históricos que llevan a concluir que el desempeño de las maestras tuvo resultados más satisfactorios que el de sus contrapartes de género, sobre todo porque fueron más tesoneras y estables en el trabajo, hicieron más carrera docente y su conducta pública fue muchos menos señalada por actos inmorales, judiciales, maltrato de menores y alcoholismo, vicio muy arraigado, por cierto, en el profesor de Salvador Alvarado, jefe revolucionario que recuerda indignado la degradación de su maestro de primaria, por lo que, en suma, las maestras se ganaron la confianza de la comunidad y se echaron a la bolsa a los padres y las madres de familia.
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