Por: Eduardo Sánchez
Lo intenté, pero no llegué ni al diez por ciento de los gatos que tenía mi amiga y vecina Mary Stewart. Lo más que llegué a tener fueron siete gatos, mientras que ella tenía noventa. Fueron llegando poco a poco a mi casa, pero desaparecieron misteriosamente. Alguien me dijo que todos los gatos del barrio se acabaron cuando unas familias de chinos llegaron a vivir aquí. Yo no creo ni dejo de creer, pues desde que soy niños he escuchado historias sobre los chinos que dicen que comen gatos y todo lo que se mueva.Pero bueno, les comentaba de mi amiga Mary y sus noventa gatos; ella era hija única, y sus padres le dieron permiso de tenerlos, ya que, siendo ellos norteamericanos, la niña batallaba para tener amigos. Era una especie de regalo. Por supuesto que al principio fueron dos pares de felinos, pero al paso del tiempo llegaron a tener noventa.
Andaban por toda la casa. No tenía ningún tipo de restricciones y por lo general hacían sus necesidades en sus cajitas de arena que estaban en el patio. Para la comida eran convocados mediante silbidos. Pero los gatos de los Stewart eran muy caseros, y teniendo todo lo necesario, comida, cariño, espacio y parejas para aparearse, no se salían, supongo que por eso sobrevivían. Recuerdo primera vez que entré a su casa. Se me hizo algo divertidísimo que hubiera tanto animal y de colores tan variados. Finos y corrientes. Luego me di cuenta que era todo lo contrario, pues había pelos por todos lados, la casa olía algo mal y no podías comerte tus dulces sin que estuvieran pide y pide con su maullido lastimero que suelen hacer. Claro que Mary y sus padres tenían sus preferidos, luego se les notaba, pues estaban más gorditos que los demás y dormían con ellos. Los Stewart eran una típica familia gringa de clase media viviendo en México en los setentas: bohemios, güeros, entrados en carnes, amables, con una casa acogedora y amantes de la naturaleza…y de los gatos. Siempre tenían muchas golosinas para los invitados de su hija, juegos de mesa o algo que nos mantuviera entretenidos, mientras ellos disfrutaban alguna película a media luz con una copa de vino. Enseguida de los Stewart, vivía quien era mi mejor amigo, Emilio. Él odiaba a los gatos, quizá porque tenía que soportar los olores, peleas y demás cosas propias de estos animales. Su mascota era un perro San Bernardo que olía a rayos; tiraba pelo como peluquería barata, y siempre andaba babeando. Era tosco. Nos tumbaba con sólo ponernos una de sus patas encima. Siempre tenía hambre y fue en su casa que vi los primeros sacos de croquetas de 30 kilos. Recuerdo una tarde-noche de sábado en que algunos de los vecinos de la calle Miguel Negrete, de Mexicali, nos reunimos para hacer una carne asada. Padres e hijos. La cena fue en casa de los Cuéllar, que venían de Cananea, así que junto a los de Obregón se hizo lo más parecido a las carnes asadas de por acá: tortillas de harina, guacamole, salsas varias, rábanos, pepinos, chiles verdes toreados y además de la carne, tripitas de leche. Nunca las había probado, pero no se me antojaban, mientras que para los adultos parecía como si estuvieran hablando de un manjar; sin preguntarme me sirvieron dos tacotes con esta novedad y no me gustó nada. Me dio asco su sabor, pero resolví el problema muy fácilmente, les saqué las tripitas a los tacos y me quedé con las puras tortillas. Le aventé un poco a los gatos de la Mary y lo demás al perro del Emilio, aun a sabiendas de que estaba prohibido darle algo que no fueran croquetas, pues su mamá, ahora sí se moriría, si las enormes cacas que hacía el perro de sus hijos olían a otra cosa. “El gato que está en la oscuridad, sabe que en mi alma… una lágrima hay” Roberto Carlos Jesushuerta3000@hotmail.com