Las marcas comerciales de ejercen un poder formidable que trasciende lo económico para moldear la cultura
Por: Ricardo Castro Salazar
En el gran bazar de la geopolítica, las naciones son también marcas. Y ninguna ha sido tan poderosa y seductora como la de Estados Unidos. Las marcas comerciales de éxito —Apple, Porsche, Rolex— ejercen un poder formidable que trasciende lo económico para moldear la cultura y definir aspiraciones. Pero el poder de una "marca-país" es más vasto. La "Marca-USA", en su apogeo, no sólo vendía productos, sino que exportaba un evangelio: la promesa del "Sueño Americano".
Este andamiaje simbólico, construido sobre la libertad, la democracia y la meritocracia, funcionó como el imán más potente para el talento y el capital. La idea de que cualquiera podía forjar su destino con esfuerzo convirtió a Estados Unidos en destino de la fuga de cerebros global. Su poder no residía sólo en sus portaaviones, sino en la confianza que inspiraba su sistema, convirtiéndolo en el principal receptor de Inversión Extranjera Directa durante décadas (FMI, OCDE). Hollywood, el jazz o el rock no eran mero entretenimiento; eran vehículos de una narrativa cultural que consolidaba al inglés como lengua franca del progreso.
La marca nunca fue inmaculada. Sus críticos siempre señalaron sus profundas contradicciones: la libertad pregonada frente al intervencionismo militar; la igualdad fundacional frente a las cicatrices del racismo; la innovación de Silicon Valley frente a un consumismo de alto coste medioambiental. Sin embargo, la marca exhibía una resiliencia extraordinaria, una capacidad para absorber críticas, reinventarse y mantener su hegemonía. Era un coloso con fisuras, sí, pero un coloso al fin.
El punto de quiebre tiene un nombre y una fecha. La llegada de Donald Trump a la Casa Blanca en 2017 no fue una simple alternancia; fue una ruptura ontológica con el guion que la Marca-USA había seguido por medio siglo. El lema "America First" se tradujo en un unilateralismo abrasivo que dinamitó consensos y desconcertó a sus aliados. La confianza, ese capital intangible y costosísimo de construir, comenzó a evaporarse a una velocidad pasmosa.
Las métricas de la debacle son alarmantes. Una encuesta del Pew Research Center reveló en 2020 un desplome histórico de la favorabilidad hacia EE.UU. En el Reino Unido, cayó al 41%; en Francia, al 31%; y en Alemania, a un desolador 26%. Hoy, según datos del European Council on Foreign Relations, una mayoría de europeos cree que ya no puede confiar en la alianza de seguridad transatlántica y debe invertir en su propia defensa. El resultado es un terrible rearme en Europa y Asia, con Alemania y Japón aprobando presupuestos de defensa récord, un giro impensable hace una década.
El veneno se inoculó también en la economía y la política. La guerra arancelaria trumpista se convirtió en un teatro del absurdo, castigando a socios como Brasil o Australia, naciones con las que EE.UU. en realidad gozaba de superávits comerciales. Esta hostilidad gratuita ha sido, además, políticamente contraproducente: en bastiones aliados como Australia y Canadá, la ciudadanía respondió en las urnas, llevando al poder a gobiernos de izquierda como un claro repudio al nuevo paradigma estadounidense.
El desdén por el orden global se manifestó en la retirada del Acuerdo de París, y en gestos de arrogancia imperial, como la propuesta de comprar Groenlandia a Dinamarca o las guerras comerciales contra aliados históricos como Canadá. No fueron errores de cálculo, sino la expresión de una nueva filosofía: la del poder descarnado, despojado de persuasión y valores compartidos.
Es un asalto directo al planeta y a sus habitantes más vulnerables. Tan sólo en la primera administración de Trump, el New York Times reveló que se desmantelaron más de 100 regulaciones ambientales. La irresponsabilidad ecológica continúa en la presente administración, mientras la reciente cancelación de fondos a Usaid y programas de salud global ha liquidado miles de proyectos humanitarios. Es una abdicación moral que no ha pasado inadvertida para los rivales. China, entre otros, aceleró su penetración en África y América Latina, reemplazando la ayuda para el desarrollo con diplomacia de la deuda y proyectos de infraestructura que aseguran su propia hegemonía.
Hoy, el daño persiste. La confianza, como el cristal, es fácil de quebrar, pero imposible de volver a su estado original. El mundo ha tomado nota y el vacío de liderazgo se llena: el sondeo global de Gallup muestra que EE.UU. está perdiendo terreno: la aprobación del liderazgo de China ya supera al de EE.UU. en 52 países y en regiones enteras de África. Mientras Europa persigue su "autonomía estratégica", la erosión de la Marca-USA ha dejado a buena parte del mundo sin su brújula tradicional, navegando en un mar de incertidumbre.
La analogía no es la de una sustitución terminal como la de Netflix con Blockbuster, sino la disrupción que sufrió el Microsoft de los 2000: un gigante que por su complacencia vio a un Apple más ágil e innovador redefinir el futuro. Pero incluso esta comparación se queda corta, porque el fenómeno es más profundo. No se trata de un competidor que desplaza a otro, sino de una potencia que, en un arrebato de narcisismo, decide prenderles fuego a sus propias credenciales: una autoinmolación en la plaza pública global.
Por todo esto, la pregunta que hoy resuena en cancillerías y consejos de administración ya no es si la Marca-USA volverá a ser lo que era, sino si el mundo puede permitirse el lujo de volver a confiar en ella.
El Dr. Castro fue consejero externo para el Gobierno Mexicano y presidente de la comisión de asuntos fronterizos del Instituto de los Mexicanos en el Exterior (IME). Ha sido catedrático, decano y vicerrector para desarrollo internacional en Pima College de Tucson, Arizona.
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