Por: Eduardo Sánchez
Justo cuando me estoy acostumbrando a mis canas, a mis arrugas y a uno que otro achaque propio de quien pasa los cuarenta, escucho a quienes alardean de su juventud como el divino tesoro que la vida les regaló y, con toda confianza en mi sentir, les digo que me siento bien a mi edad y que no me gustaría regresar el reloj con tal de ser ese jovenazo inquieto que un día fui.
Ahora, siento cierto confort con la experiencia adquirida (que, por cierto, nunca es la suficiente para salir airoso en los desafíos que la vida nos pone a diario, lo que al mismo tiempo nos hace recordar un poco la ingenuidad de los años mozos), y, también, cada día que pasa me siento más agradecido con la vida por regalarme tantos y tantos miles de minutos de existencia para seguir aprendiendo, para seguir intentando, para seguir logrando alguna meta, y para seguir cometiendo errores.
Son, precisamente, estas divagaciones existenciales las que me llevaron a pensar en lo perfecto de la naturaleza en cuanto a las etapas de las personas…cuando nace un niño todos se alegran; todos lo quieren cargar; todos adoran tocarlo y olerlo. Todos distinguen en el brillo de sus ojos un cierto resplandor que los llena de esperanza. Sus sonrisas son el mayor remanso de paz para las almas atormentadas y para las que no. Su piel es suave como la seda y su cuerpo es puro y flexible. Sus manos tersas siempre buscando las tuyas para asirse a la seguridad. Se alimentan de cosas sencillas y todo parece gustarles. Todo les llama la atención y llenan de color y energía todo a su alrededor, todos esos atributos y muchos más vienen en esos pequeños, por una parte, como estrategia de la naturaleza para que tengan más oportunidades de sobrevivir, y por otra, creo, porque vienen saliendo de la fábrica celestial.
En cambio, el viejo, que por estar preparándose para rendir cuentas con el Creador, tiene que irse despojando (nadie se escapa) de todo aquello que le pueda dar un ápice de ego o de soberbia. Su pelo es débil y descolorido, si es que todavía tiene. Sus dientes flojos y feos para que deje de comer en demasía. Las arrugas y estrías de su piel hacen que cualquier mano se rehúse a tocarlo con algo más que compasión. Sus ojos más que brillosos, son vidriosos, y denotan algo de cansancio bajo sus ojeras. Su cuerpo es de lento andar y sin gracia alguna. Casi todo les cae mal y luego, ése olor a añejo que expira sus poros si así lo permiten. El gris es su color y la alegría suele escasear. Se sienten mejor en el mundo de los sueños y de la tranquilidad, con una lista enorme de medicinas que tomar. La mayoría de ellos están cerca de Dios y eso los llena, pues, ante el gran viaje de regreso que muy pronto les espera, quieren que todo salga bien. Lo malo queda en el pasado y lo bueno es la esperanza para su futuro. Hay temor, pero ¿quién no le teme a lo desconocido?
Es el tiempo y la vida lo que nos pone a todos en nuestro lugar. Hay quienes lo disfrutan y quienes lo sufren, eso ya depende de cada quien.
Por lo pronto, lo más interesante es que se acerca la Navidad, y que para niños y viejos es una oportunidad para renacer y volver a comenzar.
“No, no puedo más mirar a tu jardín, ahí no existen flores, todo murió para mí… pero después de que la lluvia pase otro jardín un día ha de florecer” Roberto Carlos
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